Atrapada


Y frente aquella hoja en blanco, ante la visión de aquel cursor parpadeante, se sintió atrapada. 

Atrapada en el pasado, e incapaz de abrazar su presente. Atrapada en las memorias de lo que fue, y en el anhelo de lo que pudo haber sido. Enredada en la nostalgia y entorpecida por el miedo a mirar hacia adelante. 

Y se dijo "Estoy bloqueada". Sí, lo estaba. Bloqueada. Incapaz de escribir una sola palabra. Pero no sólo en aquel procesador de texto. También era incapaz de escribir una sola nueva palabra en su historia personal. Incapaz de añadir una nueva senda en su camino, que proseguía, monótono y cíclico, hasta donde la vista era capaz de abarcar. 

Y aquel momento de cruda claridad le produjo vértigo. Un vértigo que encogía su estómago, y su pecho, haciéndola sentir menuda ante la ingente cantidad de tiempo que había perdido siendo una simple espectadora de su propia línea vital. 


The rain song





Flotaba, sobre la densa orilla oscura de la nocturna bajamar. 

A su alrededor, sólo agua, sólo sal. Sólo el murmullo de la brisa incesante y cálida de un verano cuasi tropical. La playa estaba desierta y descansaba al fin, resguardada toda ella de la afluencia estival, y las farolas del paseo marítino, junto con las luces brillantes de los restaurantes y los hoteles, le daban al cielo un aspecto rojizo, denso y misterioso, y se alargaban en confusos reflejos sobre las mareas, deformándose caprichosamente. 

Ella entreabrió los labios, y símplemente se dejó mecer por la corriente que la acunaba, mientras miraba hacia lo alto, alejada del bullicio urbano, envuelta en aquella calidez salada que acariciaba su piel sin descanso. 

Extendió los brazos, y de nuevo, la brisa, se deslizó sobre su carne, erizándola, rozando ahora sus pechos desnudos, que saludaban al firmamento con descaro y atrevimiento. 

Se preguntó si alguien estaría reparando en ella en aquel instante conciso y perfecto en el que era capaz de sentirse pequeña, diminuta, de una forma paradójicamente grandiosa. Y no tardó en decirse a si misma que aquello, al fin y al cabo no importaba, pues en aquel momento, en aquel preciso momento, tenía el universo bajo su cuerpo y ante sus ojos, ¿y qué otra cosa podía ser más relevante que la inmensidad en la que la hacía precipitarse aquella certeza?

Inclinó el rostro hacia atrás, y se dejó hundir por el movimiento del suave oleaje, antes de, finalmente, posar los pies sobre el fondo movedizo de arena fina y mojada. Miró hacia la negrura del horizonte, dando la espalda a las estridentes edificaciones de la ciudad que brotaba tras de sí, como una mala hierba, sin orden ni propósito.

Y de nuevo fue una con el Todo, diminuta e insignificante. Sobrecogedoramente insignificante ante la cuantía de lo que su mirada no era capaz de abarcar. Maravillosamente pequeña.

Entonces, como si fuera consciente de su sobrecogimiento, el cielo plomizo se abrió dejando entrever sus secretos, y éstos trajeron consigo una intensa lluvia tibia.

Sentimiento de irrealidad





Y a veces, cuando el mundo que la rodeaba la ahogaba en una cacofonía de gritos y reproches, de requerimientos, de exigencias y de expectativas no satisfechas, horadando en ella con aquella daga de desasosiego cuyo filo tan bien conocía; huía de su propio cuerpo.

Y desde aquel plano distante y diferente al que se transportaba en esos instantes todo parecía irreal. Todo parecía envuelto en un aura mística y agobiante que la hacía dudar hasta de los hechos más irrefutables. La hacía cuestionarse la tangibilidad de su entorno, e incluso la suya propia. La hacía temer a sus propios sentidos, que parecían confabular con la intención de enloquecerla, de lograr que se perdiese en los rincones más oscuros de su psique y llegase a creer que de hecho su cordura se había esfumado. 

En aquel plano abstracto los temores engrandecían y las emociones le provocaban confusión y entumecimiento. Y cuando lloraba, desde aquella realidad figurada, las lágrimas brotaban como si rodasen por unas mejillas que no eran las suyas. Como si su calidez y su sabor salado fueran sólo una quimera, un artificio dentro del sueño de una mente revuelta. 

El corazón le latía deprisa, retumbándole en las sienes, ¿pero era acaso ese latido el suyo propio, estando ahora ella tan lejos del epicentro de su anatomía? La respiración se le aceleraba, y resonaba en sus oídos, lejana, alienígena. Y su mirada, finalmente, quedaba fija en la nada, mientras sus pupilas, inquietas, se deslizaban a lo largo del escenario que se presentaba ante sus ojos. 

Permanecía en silencio, incapaz de articular palabra mientras se buscaba a si misma dentro de aquel pecho, de aquellas piernas, de aquellos brazos, desesperada. 

Y cuando al fin se encontraba y despertaba de aquella fantasía angustiosa y onírica, respiraba hondo, varias veces, hasta marearse, hasta embriagarse con el mismísimo aire que la rodeaba. Estaba viva. Estaba presente. Seguía siendo ella. Y quizá siempre lo había sido, pero, ¿quién podía asegurárselo cuando la Irrealidad llegaba y se la llevaba con sus vientos arrebatadores? 

The last promise




Yo lloré lágrimas de amor cuando,
con mis útiles puntiagudos,
sacrifiqué aquello que era la parte primera de mi alegría,
mi hermano.
Y la sangre de Abel cubrió el altar
y olía dulce mientras ardía.
Pero mi Padre dijo:
“Maldito estás, Caín,
quien mataste a tu hermano.
Como yo fui expulsado, así lo serás tú.”
               
                                                        El libro de Nod

Sus manos temblaron al depositar el pergamino sobre la superficie del escritorio. "Maldito... Maldito estás, Caín."  Las palabras resonaban en su mente en tono de sentencia final, y las lágrimas carmesí se derramaban por sus mejillas mientras el eco de tal declaración inundaba su alma. 

Así era como había empezado todo, prolongándose después a lo largo de los eones hasta que la maldición le había alcanzado a él. Y al igual que Caín, en una malentendida muestra de amor, había querido compartir lo que hasta hacía escasas noches había considerado un don con quien había cautivado lo poco que quedaba de su alma humana. Y ahora estaba solo, porque no había funcionado. 

La desangró hasta la muerte, tal y como Lucius le dijo que había que hacer, y luego le dio a probar su sangre. Y el elixir que supuestamente debía darle una vida nueva se resbaló de entre sus labios fríos, y luego, sólo hubo silencio. Silencio ininterrumpido. 

Luego tuvo que esconder su cuerpo como un vulgar asesino. Exactamente como lo que era. La enterró en medio del bosque, y cada palada de tierra pesaba tanto o más que todos los años que había vivido, y entonces se percató de que había perdido el sentido del tiempo y de que había vivido, o al menos existido, más de lo que pensaba. Se preguntó si había valido la pena, si esos años le habían traído alguna dicha, y tuvo que reconocer que lo único que había conseguido dejando pasar los lustros y los siglos, era perderse a si mismo. 

Entonces llegó a la conclusión de que la única razón por la que continuaba con aquel sinsentido, era por el temor que le suscitaba la idea de dejar de existir. El no saber qué ocurría con un alma manchada por una condena impuesta por el mismísimo Dios, o lo peor, imaginarse las posibilidades. Pero, ¿acaso su existencia no estaba convirtiéndose poco a poco en un erial? ¿Acaso merecía la pena cambiar los fuegos del infierno por la monotonía, la incomprensión de los nuevos tiempos, la soledad y la inevitable condición de acabar perjudicando a todo aquel que se acercaba sin miedo?

Se arrodilló sobre la tierra removida, y juró en silencio. Algún día, no sabía cuándo, no sabía si pronto o dentro de un siglo, descansaría allí con ella. Recordaría aquel lugar, y volvería cuando el miedo a lo incierto fuese algo desestimable frente al hastío de la eternidad. E intuía que no tardaría demasiado en suceder, pero la forma en la que consideraba el tiempo estaba dilatada. 

Arrancó una flor blanca de las ramas bajas de los árboles, y la depositó sobre el lugar en el que ahora descansaban sus anhelos, y las últimas ganas que le quedaban de seguir. Permaneció allí hasta que la amenaza del amanecer se hizo inminente, y sólo entonces fue capaz de abandonarla. 

Dream a little dream of me



Bailaban. Él sostenía su mano, y rodeaba su cintura con su brazo mientras se movían con la cadencia de la música. Ella llevaba un vestido, que a pesar de haber perdido la intensidad en el color, era hermoso. La pedrería que pendía de la gasa blanca de la falda brillaba con cada uno de sus movimientos, como hiciera en otros tiempos. Su melena castaña se desparramaba por sus hombros. 

Oh, Eddy...-le decía ella, sonriente, radiante-Estás tan elegante con ese traje.

Él le devolvió la sonrisa, con la mirada llena de melancolía-Tú estás radiante, mi querida Emma-y acercó su rostro al de ella, y se permitió sentir la suavidad de su piel, rozando su mejilla áspera contra su pómulo de melocotón. 

Ya verás cuando le cuente a mi madre que me has pedido que me case contigo... -el rubor acudió a su rostro, haciéndola aún más hermosa-Va a ponerse tan contenta-suspiró, apoyando la cabeza sobre su pecho, sobre el pecho de Eddy, su hombre, su amor, que había vuelto a casa-Seremos tan felices, Ed... Estoy segura. Tendremos muchos hijos, y una casa con un comedor grande, para que podamos sentarnos todos juntos

Tendrás todo lo que haga falta para que seas feliz-dijo, mientras acariciaba sus cabellos-Tendremos hijos, y ese comedor, y una gran chimenea para guarecernos en invierno.

Emma lo miró, embelesada-Te quiero, Eddy-se le abrazó, y él la rodeó con sus brazos, sintiendo su cuerpo tierno contra su pecho, su calor, los latidos desbocados de su corazón. 

Tomó su barbilla con delicadeza, haciendo que levantase la mirada. Sus profundos ojos verdes, carentes del brillo de la vitalidad, se cruzaron con los pozos castaños de anhelo y amor que adornaban su expresión primorosa. Estaba tan hermosa...-Emma...-susurró, mientras su rostro descendía. Posó sobre su boca un beso tierno, amable, y descendió, acariciando su piel con los labios, inhalando su olor, disfrutando de la calidez de su cuello. Lo recorrió, beso a beso, hasta que no pudo aguantarlo más y se dejó llevar.

¡Eddy!-gimió ella, lastimera, mientras se apretaba contra su cuerpo. Su sangre era aún más cálida que su piel, sabía a mujer anhelante, a felicidad y a deseo. La estrechó entre sus brazos, suspirando mientras degustaba su esencia. El tiempo dejaba de tener sentido, y los segundos se diluían en aquel instante. Y cuando recuperó la noción de si mismo y de lo que le rodeaba, Emma temblaba indefensa, recorrida por la poderosa sensación de su Beso, y él, al fin, estaba saciado.

Lamió con delicadeza, limpiando su piel y sanando la herida. La sostuvo con firmeza, y la llevó lentamente hacia el viejo sillón que presidía la habitación. La acostó, y se dio cuenta de que ella aún sonreía, en la neblina entre la consciencia y la negrura. 

Se agachó a su lado, tomando una de sus delicadas manos entre las suyas-Emma-volvía a susurrar su nombre, ejerciendo su poderoso influjo mientras acariciaba sus pequeños dedos-Cuando despiertes, volverás a casa, y actuarás como cualquier otro día de tu vida. Esta noche ha sido como cualquier otra, has trabajado hasta tarde, y has acompañado a un cliente hasta este piso. No sabrías describirle, era un hombre como cualquier otro y estabas deseando quitártelo de encima-se obligó a suspirar antes de continuar-Eddy no te abandonó Emma, él quería casarse contigo, pero tuvo que irse lejos-ella asintió, con los ojos anegados en lágrimas, fijos en los de Eddy... Eddy, que la quería de verdad, que no la había abandonado, tuvo que irse, tuvo que dejarla sola por culpa del accidente en la fábrica, pero no la engañó-Duerme, Emma-dijo, con voz suave y dulce.

Emma cerró los ojos, mientras las lágrimas se derramaban por sus mejillas. Él besó su frente, y la tapó con la vieja colcha que colgaba del respaldo del sillón. 

Sacó su cartera, y depositó con cuidado unas cuantas libras entre los dedos de la mujer. Recogió su chaqueta, procurando guardar silencio para no despertarla. La miró desde la puerta, esperando que ahora sus recuerdos la hicieran feliz dentro de su tragedia diaria.  Abrió, procurando que no sonaran las bisagras. El crujido fue leve al menos. Dio una última mirada hacia atrás, y cerró despacio.



La cita II





Atravesó el umbral llena de inseguridades, internándose en una penumbra más densa. La reminiscencia de esa humanidad que aún conservaba, le decía que en aquellos momentos de haber estado viva su corazón estaría latiendo como un caballo desbocado mientras seguía las instrucciones y cerraba tras ella. Se mantuvo inmóvil, hasta que sus ojos se adaptaron a la escasa luz.

Unos ventanucos cuadrados, situados a ras del techo, dejaban pasar  algo de iluminación desde la calle. Dorothy estaba en un largo pasillo, lleno de cajas y bultos, que por sus características parecían atrezzo, así como algunos cables y cuerdas a lo largo del suelo y colgando desde lo alto. Al final del mismo, unas escaleras metálicas conducían a un nivel superior, en el cual se vislumbraban unas grandes y tupidas cortinas. Sin lugar a dudas, se encontraba entre bastidores.

Sus pisadas resonaron con mayor intensidad en sus oídos. Sabía que era porque se había permitido percibir su alrededor con mayor precisión, aguzando sus sentidos tal y como había aprendido que podía hacer gracias a su sangre. Sabía que de no hacerlo, ahora le estaría costando bastante avanzar a lo largo de ese pasillo, y no habría sido capaz de distinguir aquello con lo que podía tropezarse o las escaleras por las que debía subir, pero la falsa percepción de que sus pisadas se volvían más reveladoras aumentaban su nerviosismo.

Ascendió por los escalones metálicos, echando de menos su respiración acelerada. Tragó, como otro de esos gestos humanos que pretendían aplacar su inseguridad, en un intento de reunir las fuerzas suficientes para traspasar las cortinas y quedar expuesta a lo que fuera que la esperase tras ellas.  

En un arranque de valor, las agarró con los puños, y las deslizó. Se escurrió entre ellas y salió a la palestra. Entonces escuchó a alguien moverse, a una velocidad excesivamente rápida para un mortal. Antes de que pudiera vislumbrar o deducir nada más, se oyó un click, y de pronto, se hizo la luz.



Dorothy siseó, y se llevó las manos a los ojos. La potente luz blanca del foco que apuntaba hacia ella, hizo que se acurrucase sobre el suelo, cegada, luchando contra el instinto, tensándose mientras la parte más primitiva de si misma la empujaba a alejarse de allí, a correr cuanto pudiera y ponerse a salvo.

Es sólo un foco… Sólo un foco…-se repitió a si misma varias veces, mientras por fin notaba cómo la imperiosa necesidad de su bestia interior cedía ante su voluntad. Aún así, ahora temblaba, y se sentía horriblemente indefensa con los ojos cerrados, incapaces de ver otra cosa que no fueran deslumbrantes destellos blancos.

Escuchó una risa femenina, no muy lejos del escenario. Y luego unos pasos… Escuchó el repiqueteo de unos tacones de aguja, y dedujo que la risa había sido de la mujer que los llevaba puestos… Pero había otros pasos. Unos más largos y espaciados, que podrían ser propios de alguien que o bien caminaba dando zancadas o tenía una altura no despreciable. Además, debía ser un hombre, por la pesadez con la que resonaban sus zapatos.

Pero no podía saberlo con seguridad, no le habían dicho quién estaría esperándola en el teatro, y ahora no era capaz de verlo. ¿Estaba aquello planeado? Tan pronto como se hizo a si misma la pregunta, se dio cuenta de que ésta era retórica. Era obvio que aquello formaba parte del juego.

La cita


Cuando el ruido furioso del motor de su coche cesó, cuando supo que había llegado, tuvo que obligarse a respirar hondo varias veces.

No necesitaba el aire, pero aquel gesto humano la tranquilizaba, y eso era lo que necesitaba. Los nervios se anudaban como una tensa soga a lo largo de sus hombros y su espalda, para luego rodear su garganta y bajar hasta la boca de su estómago. Había pasado por situaciones parecidas, pero las circunstancias ahora eran diferentes.  

Apretó entre sus manos el volante, planteándose que quizá debía volver a casa, pero la sola idea de decepcionarle a él... No, eso era algo que no podría soportar. Maldijo para sus adentros y se dijo a si misma que no debía darle tantas vueltas, que debía acudir y terminar con todo el asunto cuanto antes.

Salió del coche. El sonido metálico de la cerradura le indicó, como tantos otros desperfectos, que el vehículo necesitaba una buena puesta a punto o bien ser reemplazado por otro. Pero Dorothy aún se resistía a abandonar aquel viejo mustang que había sido su mejor aliado y salvador en tantas ocasiones, que guardaba tantas vivencias y secretos en sus asientos traseros.

Comenzó a andar, acercándose al teatro en el que había sido citada. No era un teatro muy antiguo, y su fachada, salvo por los carteles un tanto desgastados de obras que ya habían cerrado su producción algunos años atrás y el gran letrero con luces de neón, que a pesar de apagadas podían distinguirse bien, hubiera pasado por la de cualquier otro edificio. La suciedad en los cristales de las altas puertas de la fachada indicaba que hacía tiempo que había quedado obsoleto.

Intentó vislumbrar el interior a través de la transparencia del vidrio, pero el polvo y la poca luz no permitían una observación con excesivos detalles. Sólo podía ver un recibidor vacío, enmoquetado en rojo, y unas escaleras anchas, que eran la antesala de unas dobles puertas que seguramente conducían al patio de butacas.
Tal como le habían indicado, no usó la puerta principal para entrar. Sus pasos se reencauzaron y se internaron en la penumbra del estrecho callejón que conducía al lateral del recinto, donde había otra entrada, más discreta y modesta, y donde el abandono de aquel teatro se hacía más patente. 

Subió unas pequeñas escaleras de hormigón desnudo que tenían una barandilla metálica, y se situó frente a la puerta oscura, cuya superficie estaba impregnada por restos de pegamento y trozos de papel de lo que debieron ser carteles promocionales.

Dorothy miró alrededor, nerviosa. ¿La estarían observando? O quizá la esperaban dentro. En cualquier caso, debía entrar. Su mano temblorosa se posó sobre la barra de hierro oxidado, salpicado por pintura negra metálica que había  ido cayéndose y desnudando la palanca de apertura.  Empujó. Con un quejido chirriante, la puerta cedió.