Como en casa


La puerta se abrió con un crujido, haciendo saber a quien osaba utilizarla que sus bisagras hacía tiempo que debían ser engrasadas. Él entró primero, y quedó de pie en la entrada, extendiendo un brazo para indicar a su acompañante que podía pasar. Sin preguntar, tomó su abrigo, y lo depositó con desmesurado cuidado en el perchero situado a la izquierda de la puerta. 

Ella miró alrededor, pero a penas pudo vislumbrar nada. Todo estaba oscuro, y de pronto se sintió más insegura. El la observó, desde atrás, deleitándose en su indefensión, en su ignorancia y en su inocencia. No había sido difícil traerla hasta su apartamento, ella estaba en aquella esquina, en las calles desiertas e inmundas de las zona menos privilegiada de la ciudad, y él le había ofrecido lo que buscaba. Dinero. Y sin saberlo, aquella mujer, esa prostituta que ahora miraba alrededor con una inquietud casi palpable, había accedido a ayudarle. 

De repente las luces se encendieron, y ella dio un respingo. La voz profunda y calmada del hombre sonó a su lado, más cerca de lo que hubiera esperado, y no pudo evitar darse la vuelta para mirarle, asustada-Tranquila, no te voy a hacer daño-dijo, posando sus ojos sobre los de la mujer, mientras sus manos, extrañamente frías, se posaban sobre sus hombros desnudos. 

Y sumida en su mirada asintió, sintiendo que un remanso de paz se apoderaba de sus inquietudes y las aplacaba por completo. De repente le pareció absurdo estar asustada, y esos hermosos ojos verdes llenos de calma la sumieron en un océano oscuro y algodonoso de languidez y soledad. Sin saber muy bien por qué, se encontró a si misma con las mejillas humedecidas en lágrimas, y con en un gesto lento y delicado, él pasó sus fríos dedos por la piel de su rostro, recogiendo las saladas gotas y acariciando sus pómulos, disfrutando de la suavidad y la calidez, observando el rubor que llenaba poco a poco su cara con un deleite que ningún mortal jamás podría sentir. 

Vio que su pecho subía y bajaba más deprisa, palpitante, tentándole con su turgencia, incitándole con la carne  tierna y sonrosada. Su cuello, destapado, mostraba ahora palpitantes venas que le hacían imaginar la sangre caliente, fluyendo rápido, llenando cada rincón de su ser. En su interior, esa parte instintiva y visceral que a veces le poseía, se removió, incomodándole.

Ella vio cómo se daba la vuelta y se alejaba de una forma un tanto brusca. Por un momento, su cuerpo quiso impulsarse hacia adelante, sintiéndose su alma abandonada, pero su lógica la detuvo, y confundida, se llevó una mano a los cabellos castaños y frunció el ceño. 

Él volvió a hablar-Ponte cómoda, siéntete como en casa...-un breve silencio precedió a sus siguientes palabras-de hecho, estás en casa. 

Have yourself a merry little Christmas




Las calles estaban desiertas a aquellas horas. Con el sonido de  sus pasos cómo único acompañante, y el pobre alumbrado público de aquella zona marginal de la ciudad como la lumbre que guiaba su camino, se internó en el laberinto de ladrillo y cristal, de suciedad y miseria.

En cierto modo se sintió aliviado. Allí el ambiente no traía consigo toda la parafernalia que desde semanas atrás se había ido montando en torno a esa fecha.  No traía consigo luces, cánticos, estampas de absoluta y falsa felicidad, propósitos que nunca se cumplirían y hombres obesos vestidos de rojo.

El silencio y la ausencia del espíritu festivo hacían las veces de bálsamo reparador, le permitían pensar con claridad y ser capaz de sobreponerse a lo mucho que le recordaba esta época todo aquello que ya no tenía y que jamás alcanzaría de nuevo. Había perdido la cuenta y ya no recordaba cuantas décadas llevaba padeciendo en lugar de disfrutando la Navidad. Sólo sabía que era mucho tiempo.

Se obligó a suspirar mientras su mente abandonaba aquellas oscuras divagaciones y volvía a ser plenamente consciente de su entorno. Había salido del apartamento en el que normalmente dormitaba huyendo de una larga noche de hastío y amargos recuerdos, y había acabado bajándose en la última parada de la primera línea de metro en la que pudo escabullirse. Ahora estaba rodeado de inmundicia, de putas y mendigos para los que el hecho de que fuese Navidad o no, no cambiaría nada en sus miserables vidas. De alguna manera, eso le hacia sentirse casi como en casa.